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Un paraíso posible del encuarentenado en un monoambiente porteño, o en una villa de Quilmes cercada por razones sanitarias, sería vivir en algún pueblo chico “del interior” argentino. ¿Quién no querría pasear a caballo o bicicleta en el campo, comer alimentos frescos, o respirar oxígeno limpio, cosas que están disponibles para casi todo aquel que vive cerca de la ruralidad? Millones de argentinos renunciamos a esos espacios abiertos, en esta generación o alguna previa, para amontonarnos alrededor del (aero)puerto. Por supuesto que había infinidad de promesas –laborales, educativas, comerciales, tecnológicas, culturales– detrás de esa opción masiva. Y alrededor de ella, se instituyó un modelo político de poder y, eventualmente, modernización. En las últimas décadas, más que nunca, la democracia argentina se dirime entre la Capital y el Gran Buenos Aires. Todo surge de aquí, y ocurre aquí, en este conglomerado de jurisdicciones que contiene aparatos electorales, intendentes fuertes y esperanzas blancas. Pero ahora ese conglomerado, COVID-19 mediante, pareciera convertirse en una región única y problemática. Se consolida la noción del AMBA (Área Metropolitana de Buenos Aires) en el imaginario mediático y popular. Hasta hace poco, la sigla AMBA era un asunto de entendidos; hoy, adquiere el significado nuevo, casi estigmatizante, de una zona única y contagiosa que va camino a convertirse en un gran gueto urbano. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿no perderá acaso su atractivo político el faro porteño y conurbanense, que parió a todas las corrientes partidistas de la Argentina reciente? Esa sola posibilidad abre la política pos-pandémica a un menú de alternativas, con las más variadas hipótesis.
Saludos desde Aimogasta
En Aimogasta miran por televisión las noticias que llegan desde Buenos Aires como si fueran un capítulo de The Walking Dead. En esta pequeña ciudad de La Rioja, núcleo de la producción de aceituna y jojoba del Noroeste argentino, nadie se contagió ni conoce a un contagiado. Nadie siquiera conoce a alguien que conozca, a su vez, a un contagiado. Allí no pasa nada con el coronavirus. Cada tanto se comunican con familiares o amigos de “la Capital” para saber si están bien. Por las dudas, aimogasteños y riojanos en general cerraron los accesos, para que ningún foráneo ose contaminarlos con un virus llegado desde quién sabe dónde. La vida en Aimogasta sigue más o menos como de costumbre, y ello incluye a la producción agropecuaria y agroindustrial que trabaja como siempre. Pagando impuestos y generando productos exportables.
Aunque si miramos un poco más fino, hay algunas imposiciones que cambiaron algunas cosas. Desde afuera llegan cada vez más directivas y novedades incordiosas. Se suspendieron las clases a partir de una decisión nacional ratificada por la gobernación. Es probable que los 13.000 aimogasteños, que tienen espacio de sobra, se hubiesen podido organizar bien para que sus chicos se junten en grupos reducidos y con suficiente distancia entre ellos para tomar clases. Bancos y negocios varios también están semi-cerrados, aunque vendedores y consumidores se las arreglen para comerciar.
Nadie en Aimogasta niega la existencia del virus, ni se está tomando la pandemia a la ligera; las cifras hablan por sí solas. Las compensaciones del Estado Nacional, por su parte, llegaron también. El gobierno del Frente de Todos, sensible al federalismo argentino, distribuyó los recursos de emergencia de manera ecuánime entre las 24 jurisdicciones. Unos 22.000 riojanos cobraron el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), por ejemplo. Y el Presidente está siendo bien valorado por su gestión de la crisis sanitaria. Pero bajo esta cohabitación sin sobresaltos con las malas noticias que envía el AMBA, se insinúa el descubrimiento inminente de que el faro de la modernidad tiene cada vez menos para ofrecerles.
Miremos las cosas con lentes aimogasteños. Viernes tras viernes, los tres metropolitanos del momento, Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof, anuncian juntos a través de los medios nacionales las novedades inquietantes del coronavirus urbanizado. La curva sube allí, en el AMBA, mientras aumenta la preocupación por otro fenómeno típicamente metropolitano, que son los barrios pobres de viviendas precarias y gente hacinada que denominamos villas. Mal llamados “barrios populares”, identificando equivocadamente al pueblo con la precariedad. Allí está el nuevo foco de perturbación. Por otra parte, los porteños más acomodados, globalizados y acopiadores de dólares, en cuyos barrios se registraron los primeros casos importados, son la vanguardia del sentimiento anticuarentenista. El villero conurbano y el cosmopolita porteño, dos personajes oriundos del AMBA, son el peligro. Mientras tanto, algunos dirigentes porteños y conurbanenses se acusan mutuamente y se tiran cifras por la cabeza. Vamos hacia una cuarentena extendida y reforzada en el AMBA, mientras que en la mayor parte del “interior” es cada vez más flexible y “normal”.
Ese interior, desde ya, no es todo igual. Por ejemplo, hay barrios de Resistencia, capital de Chaco, con una crisis sanitaria en ciernes. Pero en la comparación con el AMBA tiende a constituirse, en nuestras mentes, como una gran región libre de coronavirus, donde se trabaja, se produce y se mantiene al gueto de los pobres y los ricos. Queda una sensación contradictoria, porque esa región hoy problemática venía funcionando como un gran motor de efectividades e ilusiones.
¿El AMBA como problema?
Ese AMBA, decíamos, fue durante más de dos décadas el epicentro de la política nacional. Y lo sigue siendo. Duhaldismo, aliancismo, cristinismo, massismo, macrismo fueron diferentes fórmulas de un mismo fenómeno. Y el hoy gobernante frentedetodismo, como lo bautizó el Presidente, es la última versión de esta saga. Todas las presidencias fueron concebidas allí.
Esta historia comenzó con la reforma constitucional de 1994, que dinamitó el antiguo modelo político argentino: el federalismo centralizado de 1853. Una mixtura entre autonomías provinciales y una coordinación nacional fuerte a partir de la Presidencia. Los conservadores de 1880 implementaron el sistema, los radicales lo continuaron y Perón, el caudillo unitario del siglo XX, intentó profundizarlo a través de una mayor centralización. Pero la reforma de Menem y Alfonsín, que otorgó la autonomía porteña, eliminó el Colegio Electoral (potenciando así el poder de los votos directos de la provincia de Buenos Aires) y transfirió a las provincias varios resortes de su administración (petróleo, educación, salud), provocó un estallido del modelo. Desde entonces, tenemos más porteñismo, más conurbanismo y más gobernadorismo. Poderes locales reforzados en desmedro de una Presidencia más débil. Se desataron las fuerzas internas. Ese nuevo caos se fue reorganizando, en forma casi natural, alrededor del Área Metropolitana. Por un lado, los votos del conurbano se convirtieron en “la madre de todas las batallas”, dando vida a fenómenos electorales como el duhaldismo, el cristinismo y –en menor medida– el massismo (y a los dispositivos del intendente y el aparato). Mientras tanto, del otro lado de la General Paz, la cosmopolita Ciudad Autónoma ahora pasó a contar con una dirigencia política propia, y desde la administración de la ciudad más próspera del país se convirtió en una fábrica de modelos aspiracionales exportables, que significaron también una alternativa política y social (y cultural) al conurbanismo.
Sobre el atractivo político del porteñismo, cabe recordar que en dos décadas ubicó a tres vecinos suyos en la Rosada (De la Rúa, Macri, Alberto Fernández) y a cuatro en La Plata (Ruckauf, Scioli, Vidal y Kicillof). Estos últimos, porteños “transplantados” en la provincia, habían ejercido cargos electivos legislativos o ejecutivos en la Ciudad inmediatamente antes de la mudanza de distrito. Todo un síntoma de lo que significa ser porteño para los conurbanenses, y de la grieta que los separa. Precisamente por ello, la foto de los tres metropolitanos conduciendo la crisis sanitaria es imaginada por muchos como el futuro de la política argentina. Porque hoy tienen buena imagen, y sobre todo porque dos de ellos (Alberto y Horacio) se entienden entre sí, y muchos creen que podrían reemplazar a sus jefes electorales (Cristina y Mauricio) dando lugar a una política más consensuada, pos-grieta, necesaria para atravesar una era de renegociación de deuda y presunta austeridad. La relativa ausencia de Cristina y Mauricio durante la crisis del COVID-19 alimenta esa conjetura.
Pero imaginemos que la crisis sanitaria produce una fatiga de la ilusión metropolitana. Que los argentinos dejen de creer en la efectividad electoral bonaerense y en el urbanismo porteño. Podría darse así: hoy Alberto y Horacio se ven fortalecidos por el ejercicio de un liderazgo de crisis, pero la sociedad termina asociándolos a la misma crisis y sus desagradables consecuencias. Ya le pasó a Churchill, el paradojal vencedor de la guerra –contra un enemigo, en este caso, bien visible– que después perdió la reelección. En ese caso, y suponiendo que las coaliciones se mantienen relativamente estables, quedan dos opciones para el futuro argentino. Una es el retorno plástico de los liderazgos precedentes, que aún retienen importantes cuotas de apoyo y poder. El cristinismo y el cambiemismo macrista siguen siendo las dos minorías intensas de la política argentina, y como tales están preparados para reposicionarse. La otra es un liderazgo surgido del interior, y con identidad del interior. Esto es algo que fue desincentivado por las instituciones argentinas, que volcaron a los líderes provinciales al ámbito de sus propios territorios. Sin embargo, el cisne negro del COVID-19 es impredecible. Si el virus mata a la lógica metropolitana y si hay una demanda fuerte de algo distinto, alguien deberá proveerla.
*Politólogo.
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