17.5 C
Buenos Aires
viernes, octubre 3, 2025
spot_img
InicioOtras NoticiasLa acción más romántica de mi novio

La acción más romántica de mi novio



La pandemia fue una época dura para todos nosotros, que me hice más difícil cuando decidí separarme de mi pareja de 10 años.

Aunque lo quería, en el caos de la crisis, empecé a tener dudas.

Durante años, mi novio había pasado la mayoría de los días de trabajo conmigo en Los Ángeles y la mayoría de los fines de semana de visita con su hija y su madre anciana en el norte de California.

Con los viajes bloqueados, parecía que tendría que elegir.

Yo era fuerte y capaz, y ellas no, así que decidimos que se fuera al norte para estar con ellas.

Nos convencimos de que serían unas semanas y nos despedimos con lágrimas en los ojos.

Una vez separados, empezaron a surgir preguntas difíciles.

Tras una década juntos, ¿qué éramos sino una familia?

Era complicado, pero si no podíamos encontrar una forma de pasar el confinamiento juntos durante esta crisis única en la vida, ¿realmente estábamos destinados a estar juntos?

Para mí, la respuesta tenía que ser que no.

Nuestra ruptura transformó la cuarentena de la experiencia de por sí difícil de estar solos juntos en algo mucho peor:

estar solos completamente solos.

Estaba a la deriva en el dolor, tratando de aceptar mi nueva identidad de soltera aislada.

Ya ni siquiera sabía quién era.

Ni qué hacer a continuación.

En tiempos normales, habría ido a cortarme el pelo o habría empezado a ir al gimnasio.

Pero la cuarentena había hecho desaparecer los poderes curativos del cambio de imagen que le sigue a una ruptura, porque ¿quién se daría cuenta?

¿Mis colegas en las reuniones de Zoom?

De cualquier forma, las peluquerías y los gimnasios llevaban meses cerrados.

Así que me compré un perro.

Pero no un perro cualquiera, sino un gran danés gigante y sin adiestrar que ladraba y se abalanzaba sobre todos y sobre todo.

Parecía indiferente ante mi presencia y aterrorizado por mi ausencia.

Cuando se quedaba solo, aunque solo fuera unos minutos, aullaba lastimeramente.

A pesar de todo eso, ocupaba el espacio que había ocupado mi ex… y algo más.

También encargué algunas cosas para convertir el piso que habíamos compartido en mi propia casa, un lugar solo para mí y el perro.

Le di vuelo a los clics en Internet, libre de una relación que me forzara a hacer concesiones:

elegí ropa de cama femenina de lino rosa, velas de aroma dulce, un par de lámparas para darle calidez al salón y un juego de té.

Mi compra favorita fue una azucarera azul muy bonita, un capricho de 12 dólares que mi ex habría odiado.

Me encantó desde el momento en que llegó.

Me cabía en las manos como si la hubiera formado yo misma con arcilla impregnada de un perfume a tierra húmeda del suelo del bosque.

Era corpulenta y perfecta, esmaltada con el azul de los grandes cielos y el océano abierto.

Aquel cuenco era reconfortante, lo admiraba cada mañana mientras servía sus dulces naderías en mi café.

Tanto, que empezó a cobrar un significado que solo es posible cuando llevas meses de encierro en casa, con miedo a respirar.

El cuenco se convirtió en mi talismán pandémico:

representaba mi gratitud por las pequeñas cosas.

También se convirtió en un talismán de la ruptura:

un objeto de autocuidado y un símbolo de mi capacidad de anteponer mis propios deseos.

Fue un regalo que me hice a mí misma y que, en aquel momento, era todo lo que creía necesitar.

Era suficiente porque yo era suficiente.

El comportamiento del perro se estabilizó cuando empezó a sentirse a gusto conmigo.

Dejó de aullar y empezamos a disfrutar nuestros paseos diarios juntos.

Era impetuoso e impulsivo, un compañero bullicioso, pero bienvenido.

Los días se convirtieron en años y el mundo empezó a abrirse de nuevo.

La gente podía volver a viajar con libertad y mi ex ya no tenía que preocuparse por no poder ver a su madre y a su hija.

En este nuevo mundo, nos redescubrimos el uno al otro y, poco a poco al principio y luego de golpe, llegamos a la conclusión de que todo era un poco mejor cuando estábamos juntos.

Encima, el perro lo quería.

Tomamos la decisión de empezar de nuevo y mudarnos juntos a un nuevo hogar, una acogedora casita española junto a la playa donde teníamos un dormitorio para que se quedara su hija y una mesa para la cena familiar con su madre.

Un lugar donde sus cosas y las mías encontrarían un sitio juntas.

Al deshacer el equipaje de nuestra mudanza, sentí la creciente preocupación de que había perdido la azucarera.

Finalmente, la encontré en el fondo de la última caja marcada como “cocina” y de inmediato le di un lugar de honor en la mesa de nuestro nuevo rincón de desayuno.

Allí se convirtió en la pieza central de una naturaleza muerta despareja:

su molinillo de pimienta de hierro fundido naranja, nuestro salero de bambú y mi azucarera de un azul perfecto.

Incluso en aquel retablo de unión, formaba parte algo que en mi cabeza era el “yo” de “nosotros”.

Cinco años después del inicio de la pandemia, con mi antiguo ex novio aún dormido en nuestra cama, quise alcanzar el café a ciegas por encima del periódico y tiré la azucarera de la mesa de la cocina con el dorso de la mano.

El perro de inmediato fue por ella, pero le di un codazo para que retrocediera mientras recogía del suelo ocho fragmentos azules y un puñado de terrones de azúcar.

Decidí que la arreglaría.

La pegaría de nuevo y habría una nueva belleza en su imperfección; su superficie agrietada contaría una historia de resistencia.

Mientras hurgaba en un cajón de la cocina en busca de pegamento, el perro insistió en querer probar la combinación potencialmente letal de azúcar y cerámica que había en la mesada.

Sus ladridos me crisparon tanto los nervios que me sorprendió.

Comprendí que mi reacción no era solo por el ruido.

Pero si la azucarera era solo una “cosa”, pensé.

Las “cosas” se rompen. No significan nada. Se pueden arreglar o sustituir.

Por desgracia, ya había visto que esta “cosa” en particular estaba descatalogada.

Y vaya que significaba algo.

Era algo pequeño que representaba algo grande:

Mientras luchaba contra el perro y tanteaba con el pegamento, tiré el cuenco al suelo por segunda vez, y ocho piezas se convirtieron en doce.

Mi pareja se despertó por el alboroto y salió del dormitorio.

El perro seguía ladrando.

“¿Te lo llevas a algún sitio?

¿A cualquier sitio?”, siseé mientras me movía para proteger los restos de mi cuenco del perro, ahora frenético, de 45 kilos.

Torpe por la frustración, volví a golpear el cuenco y, cuando cayó al suelo por tercera vez, los trozos se convirtieron en migajas.

Una parte de mí también se rompió.

El ruido que salió entonces de mi pecho fue gutural y profundo.

Era el eco del grito que lancé veinte años antes, cuando me enteré de que mi padre había muerto.

Fue un grito de pérdida y luto tan fuerte que los techadores de al lado dejaron de clavar.

“Estoy bien. Estoy bien. Estoy bien”, chillé.

Mi perro, ahora más preocupado por mí que por el azúcar, me clavó su enorme hocico en el costado y casi me tiró al suelo.

Mi novio, ya bien despierto, le puso la correa al perro y se marchó sin decir palabra.

Recuperé la compostura lo suficiente para tirar los trozos a la basura.

Luego entré furiosa en el dormitorio, corrí las cortinas, me dejé caer en la cama y empecé a llorar.

Sollozos estremecedores y jadeantes por las partes destrozadas de mi azucarera, por las partes destrozadas de mi persona, por el olor a tierra del suelo del bosque, por el gran cielo azul y el océano abierto, por la destrucción de lo que había simbolizado el “yo” en el “nosotros”.

Estaba totalmente confundida.

¿O tal vez estaba desquiciada?

Al fin y al cabo, solo era una azucarera.

Cuando por fin empecé a serenarme, cogí el teléfono para disculparme con mi pareja y vi que había un mensaje suyo.

Decía: “Encontré al fabricante. Viene una nueva de Inglaterra”.

Me encanta mi nueva azucarera.

Aunque ésta también tiene el azul del mar y del cielo y está hecha de arcilla del suelo del bosque, su significado para mí ha cambiado por completo.

Tras la pandemia, la ruptura, la reconciliación, la mudanza, la adquisición del perro gigante y el accidente que me hizo desmoronarme, la azucarera ya no simboliza el “yo” en el “nosotros”.

Se ha convertido en el “nosotros” en el “yo”.

c.2025 The New York Times Company



Source link

ARTICULOS RELACIONADOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Advertisment -
Google search engine

Mas elegidos

Ultimos comentarios